Pedro Pecador: el personaje supuestamente ubriqueño más antiguo

Pedro Pecador fue un ermitaño que fundó varios hospitales para pobres y que acabó ingresando en la Congregación de Juan de Dios. Al parecer nació en torno a 1500, pero «sus padres no se sabe quiénes fueron, porque el Varón Santo jamás lo quiso decir, como ni su tierra«, según una fuente de 1716 (se especula por ello, y por haber adoptado un seudónimo, que quizá fuera descendiente de moriscos). Esta fuente indica que se llegó a saber que era de «Obrique» «por unos labradores que de allá le vinieron a buscar«. Ahora bien, el hecho de que Pedro Pecador hiciera su vida eremítica en las sierras de Málaga y de que en el Censo Eclesiástico de 1585-1586 a la localidad malagueña de Jubrique se la llame también Obrique, como a la gaditana de Ubrique en aquellos tiempos, hace dudar de su lugar de nacimiento.

1. El ermitaño

Ubrique fue tomado a los árabes por Rodrigo Ponce de León en 1485 y en 1501 comenzó a ser repoblado bajo los auspicios de su viuda, Beatriz de Pacheco, duquesa de Arcos. Pues bien, fue por aquellos tiempos cuando nació en el lugar el personaje del que queremos hablar: el eremita y fraile de la Orden Hospitalaria  Pedro Pecador. Por lo menos así lo asegura Fray Juan Santos en su libro Chronologia Hospitalaria, publicado en 1716:

(Obrique es el nombre que se le daba a Ubrique entonces. Figura así en las condiciones del repartimiento de 1501 e incluso en el censo eclesiástico de 1586.)

Para narrar la historia de Pedro Pecador, el padre Santos bebió principalmente  de la Historia de la vida y sanctas obras de Juan de Dios, de Fray Francisco de Castro, rector del Hospital de San Juan de Dios de Granada, publicado en esa ciudad en 1585. Sin embargo, el padre Castro no da el lugar de nacimiento de Fray Pecador; todo lo que dice al respecto es que era

natural desta Andalucía; el lugar particular no se sabe, ni el camino por donde fue su conversión y el seguir tan de veras el camino de nuestro Señor; salvo que desde bien mozo, y a los principios en la ciudad de Iaén, se exercitaba en trabajar por sus manos, y de allí comía.

Así cuenta Fray Juan Santos por qué se supo que el venerable era de Ubrique:

¿Por qué quiso el Sr. Pecador que el mundo desconociera los detalles de su nacimiento? ¿Era morisco, quizá? Si realmente nació en Ubrique no es inverosímil esta hipótesis. Otras posibilidades son que fuese hijo de alguno de los caballeros que Ponce de León dejó en el lugar para impedir que fuese reocupado o que sus padres se encontraran entre los beneficiarios de los repartimientos que hizo la duquesa de Arcos en 1501, trayendo al niño consigo o dándolo a luz en el pueblo.

El padre Castro dice que el personaje era en su juventud aguador; el padre Santos afirma que era aprendiz de escultor en Málaga, pero que pasaba más tiempo en la iglesia y los conventos adorando las tallas ya hechas que en el taller labrándolas, por lo que su maestro le pidió con estas diplomáticas palabras que eligiera amo a quien servir bien y ocupación eficaz:

«Pedro, nadie puede servir a dos señores bien, porque es preciso que le haga al uno falta cuando acuda al otro. Vos las hacéis en casa todos los días, porque no acudís al trabajo y a vuestro oficio por acudir a los conventos; una de dos: o ser escultor o fraile; si escultor, acudid a trabajar y aprended; si fraile, buscad un convento donde serlo, que yo no os puedo ya sufrir».

Y lo que decidió fue hacerse ermitaño. Primero “se retiró a un monte que baña el río de Campanilla[s], a poca distancia de Málaga”, donde

estuvo muchos días entregado a la oración ya los ayunos, pidiendo al Señor le encaminase los pasos por donde más le sirviese, haciendo su santa y divina voluntad. Parece haber tenido impulso del cielo de desnudarse del vestido que llevaba y vestirse un saco en forma de cilicio, andar descalzo de pie y pierna, y descubierta la cabeza, lo cual puso luego en ejecución. Más ligero ya para seguir el camino de la virtud, pobre y desasido de lo más necesario para el abrigo de su cuerpo, se volvió a entregar a la cueva y al monte, donde pasaba las noches y los días en dulce y amorosa contemplación, haciendo duras y rigurosas penitencias. No comía más que hierbas silvestres y un poco de pan que ganaba por sus manos, trabajando, para no estar ocioso y para ganarlo. Por la semana hacía escobas de palma y espuertas y luego las vendía, y de lo que sacaba compraba el pan, y lo que sobraba lo daba a los pobres. Dormía en el duro suelo, y por mucho regalo, sobre un poco de romero, con una piedra por almohada y cabecera.

Su fama de santidad atrajo la curiosidad de muchos, por lo que el anacoreta, “conociendo el riesgo que tenía de ser venerado y celebrado, y luego perdido, si daba entrada a la vanidad” abandonó su cueva y

en una sierra que tiene por nombre La Blanquilla y está a vista de la ciudad de Ronda (hoy llaman a este sitio de las Nieves, y es convento desierto y famoso de Carmelitas Descalzos) hizo una angosta y pequeña choza para recogerse y vivir retirado y desconocido de todos, y así más seguro.

El antiguo convento de los Carmelitas Descalzos, en la actualidad

Según Francisco de Castro –y cuidado con creerse todo, que las hagiografías  suelen ser muy exageradas y parciales– de día fabricaba cucharas, escudillas y saleros de madera para ganarse la vida

y la noche toda la pasaba en oración. Hallábase acometido del sueño muchas veces, y para vencerle hizo una cruz muy grande y puso en los brazos unos cabos de cuerda: echábase sobre la cruz y asía los brazos de los cabos, y de esta manera tenía su oración. Cuando se sentía rendido y avasallado del sueño, se arrojaba en el suelo, y arrimando una piedra a la cabeza, se fatigaba más que descansaba. Todos los días se daba una disciplina rigurosa y cruel. Todos los viernes subía por lo más áspero de la montaña, cargado con la cruz, más de tres cuartos de  legua.

Los ecos de la singular vida del eremita ubriqueño llegaron a los oídos del mismísimo Pedro Botero, que decidió tomar cartas en el asunto personalmente:

Trató el demonio de perseguirle para echarle de aquel sitio, donde tanta guerra se le había de hacer y se la estaba haciendo el varón santo. Pegaba fuego a la montaña, y hacía demostración de reducirla toda a cenizas; hacía el varón santo la señal de la cruz, y luego se apagaba todo aquel incendio. Esperábale el espíritu rebelde a que estuviera en la choza, y desgajaba un pedazo de peñasco, y amenazaba arrojarle sobre ella para deshacerla; el santo le miraba y se reía, y el demonio con la risa se desesperaba.

También supieron del Sr. Pecador “unos caballeros en la corte que vivían con mucho desengaño de las cosas de esta vida”, los cuales “fueron a buscarle y a rogarle que los recibiera en su compañía”. No se trataba precisamente de  perroflautas, sino de gente de mucha alcurnia, como don Juan de Garibay,  “embajador del emperador Carlos V”, el rico indiano D. Antonio de Luna, “del hábito de Santiago” (a quien Pecador pidió que diera los cien mil pesos que constituían su abultada fortuna a los pobres), y D. Pedro de Ugarte, regidor de Málaga, que vino acompañado de sus hijos, D. Ignacio y D. Fernando, y más tarde de su hija, Dª Jerónima. Esta era una “delicada doncellita que se sepultó en vida en el desierto” y “se labró su celdita en la peña viva” (¡vaya con la damisela!). Así lo afirma Fray Sebastián de Ubrique, que en realidad toma su información del libro de Francisco de Castro. Según este, los hijos varones llevaban, sin embargo, una vida más regalada porque «comían de la que cazaban con lazos y cuerdas en el monte. En faltando caza, iba el criado Marcos Martín a pedir limosna, y comían de lo que traía».

Estos y otros pecadores “hicieron unas angostas y estrechas chozas, divididas y apartadas, al modo que las tenían los santos anacoretas de Tebas y de Escitia, viéndose en las sierras y montañas de Ronda una Tebaida española”. Al parecer, aún se conserva la cueva de Pedro de Ugarte, con símbolos cristianos pintados en sus paredes.

Pero los habitantes de aquella laura solo necesitaban una cosa para ser completamente felices: poder asistir cómodamente a misa los días de precepto:

Como eran tantos compañeros, y les servía de molestia haber de bajar a oír misa los días de fiesta, trataron de fabricar una pequeña ermita, que llamaron de las Nieves, para lo cual dio licencia el obispo de Málaga y facultad para que un sacerdote de mucha opinión de virtud que vivía en Ronda les dijese en ella misa y los confesase. Llamábase este sacerdote santo Francisco Martínez de la Serna, y fue el que dio breve relación de las vidas de todos estos santos, con la verdad que pedía el saberlo por la confesión.

El santo sacerdote no estaba hecho de la misma madera que aquellos eremitas y su estómago era un poco más exigente. Por eso, “para que comiera el día que les iba a decir misa, y para pagarle su estipendio, cazaban algunas perdices o conejos con lazos, y con esto y con lo que ganaban por sus manos le pagaban largamente”.

“Con esta vida de ángeles vivieron muchos años”, pero Pedro quería ver mundo y conocer personalmente a su jefe, el representante de Dios en la Tierra Paulo III, con el fin de pedir “licencia a esta santidad para vivir en el desierto con doce compañeros”. Así que, acompañado de Juan de Garibay, un bonito día bajó de la sierra y se puso a andar hacia donde sus pasos lo guiaban. Como todos los caminos conducen a Roma, efectivamente acabaron llegando a la Ciudad Santa. Según Francisco de Castro, lo hicieron descalzos, pero eso no les representó ningún problema podológico porque de andar tanto por el suelo de su domicilio (alfombrado de zarzas y cortantes calizas) tenían los pinreles muy encallados, y por si se les abría alguna grieta llevaban consigo un pequeño botiquín de primeros auxilios:

Como eran los fríos de aquella sierra tan grandes y andaba el siervo de Dios descalzo, se le hacían grietas tan grandes que le era necesario coserlas como si fuera un remiendo de un zapato. Esto era con tanta mortificación y sentimiento como se deja entender, de traspasar las carnes con una aguja, o lezna, que aunque las tenía amortiguadas, había de tocar en la carne viva  precisamente, para que la grieta se juntase; pero esto era una ligera mortificación en consecuencia de las demás que hacía, y eran el hacer carnicería de su cuerpo con las disciplinas; el negarle el preciso y aun natural alivio; el traerle trabajado de noche y día, y sujeto como esclavo vil al espíritu, que reinaba y gobernaba sus acciones, nivelándolas por los preceptos que le imponía la porción superior.


2. El fundador

El viaje que hizo a Roma resultó de gran provecho al Sr. Pecador, ya que, además de ver cumplidos sus objetivos, ganó para Dios el alma errante de un judío, al cual se trajo a España (quizá, hasta lo convenció para que viniese descalzo).

Era el año 1543. Pero en vez de dirigirse a sus cueva de la sierra rondeña, “pulsado de espíritu superior” decidió pasar una temporadita en Sevilla. Fray Juan Santos narra en su Chronologia hospitalaria lo que hizo en la capital hispalense:

Entró en aquella gran ciudad llevando un santo Cristo en las manos, predicando penitencia con el traje y con las voces, moviendo los corazones de cuantos le oían, porque eran tan vivas y penetrantes, que salían de su boca como centellas de metal ardiente y abrasaban cuanto encontraban. Puso el Señor tanta virtud en ellas, que ninguno las oyó que, si no se convertía, no se enmendase y tratase de vivir bien. A muchos redujo, que le siguieron; otros muchos se entraron en Religión dejando el mundo, burlando sus vanidades como veían que el varón santo lo hacia. Andaba elevado y suspenso, de manera que solían hablarle y no oía ni tampoco veía lo que en las calles y plazas pasaba, por donde iba dando voces que se convirtiesen a Dios y que hiciesen verdadera penitencia.

Entre los convertidos se hallaba Diego de León, familiar del Santo Oficio, “hombre principal y poderoso, que tuvo al siervo de Dios en su casa”. Ambos proyectaron fundar un hospital en Sevilla que sería el primero de los establecimientos de este tipo erigidos a lo largo de su vida por Pedro Pecador (además del de Sevilla hay que contar los de Málaga, Ronda, Antequera, Utrera y Arcos).

En el número 1 de la revista Archivo Hispalense (1886) el historiador Francisco Collantes de Terán cuenta cómo fue:

Como carecían de local apropiado para el objeto, acudieron al Cabildo de la Ciudad con el valioso apoyo del Asistente Marqués de Cortes, y se les cedió un edificio antiguo y terreno, en el sitio en que se labró después la Lonja de Mercaderes, y allí fabricaron una casa grande y competente para el objeto, cuya obra costeó el referido familiar. No se conservan las actas capitulares respectivas a este año de 1543 en el archivo del Ayuntamiento, pues la colección empieza en 1557, y así no pueden conocerse las condiciones de esta cesión, que no debió ser enteramente gratuita.

[…] El terreno cedido estaba fuera del recinto de los Reales Alcázares, perteneciendo, por consiguiente, a la Ciudad y al Cabildo de la Santa Iglesia, y sin embargo, su Alcaide promovió algunas contradicciones para la fundación del Hospital, que venció con su influencia un bienhechor, obteniendo una Cédula del Emperador Carlos V.

Cuando se abrió el Hospital, D. Juan de León dejó sus vestidos de Caballero por el tosco sayal religioso, y mudó de nombre, tomando el de Diego, conque le conoce la historia. Entonces, viendo Pedro Pecador logrado su deseo, pues el Hospital creció prontamente, prestando grandes servicios a los menesterosos, a consecuencia de las enfermedades que sobrevinieron por las continuadas lluvias de aquellos años, y desbordamientos del Guadalquivir, que subió a una altura extraordinaria; abandonó a Sevilla…

Fray Juan Santos explicaba en su Chronologia hospitalaria publicada en 1716 que el hospital se llamó primeramente de la Cruz, si bien era popularmente conocido por un sobrenombre:

Después, en 1574 mudaron de sitio y le mejoraron, pasándose enfrente de la colegial de San Salvador, donde hoy permanece. Tuvo por nombre también el Hospital de las Tablas, porque estaban las camas de los pobres enfermos sobre unas tarimas, porque no les hiciera daño la humedad.

La información probablemente la tomó de la crónica de Juan Santos, en la que se lee:

llamose de las Tablas porque al principio fue su intento que sirviese de acoger de noche los peregrinos y desamparado, y así ponían unas tablas a la larga, donde dormía mucha gente con la ropa que había; y después hizo enfermería, donde se curaban los que había enfermos de aquellos que allí recogía.

El primer edificio lo vendieron los hospitalarios a los mercaderes de la lonja en 1583 (por entonces ya había muerto Pedro Pecador). El nuevo lo instalaron sobre otro establecimiento de esta índole existente desde el siglo XIV. Lo dotó el capitán Hernando de Vega, que “con ciertas condiciones lo dio a los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios, nombrando Administrador por todos los días de su vida al Padre fray Diego de León” (Guía de Sevilla, su provincia. 1888, página 193). Una vez arreglado lo bautizaron como Hospital de Nuestra Señora de la Paz. Actualmente sigue siendo propiedad de los Hermanos de San Juan de Dios. Esta imagen de la fototeca de la Universidad de Sevilla refleja el estado de la fachada del hospital en 1932 que da a la plaza del Salvador.

Así lo describía el padre Santos en 1716:

El sitio es lo mejor de Sevilla, y hace frente a la iglesia colegial de San Salvador. La fachada de la nuestra es de famosa piedra de cantería, y está coronada de dos hermosas torres que sirven de campanarios. Tiene un claustro de veinticuatro varas de hueco, con su fuente de muy buena y fresca agua, que, ocupando el medio, le hace muy vistoso. El cuarto principal mira a la calle de Gallegos y carga sobre seis tiendas la enfermería, y sobre ésta cargan catorce celdas, coronando todo el cuarto una larga y vistosa galería. La iglesia es de tres naves. El crucero y capilla mayor no es muy grande, pero tiene muchos adornos y pulido aseo. El altar mayor todo es de talla y escultura; corona el sagrario la imagen de Nuestra Señora de la Paz, rica y curiosamente vestida. Llena el cuerpo del retablo nuestro glorioso padre San Juan de Dios, y remata con el Señor crucificado. Llenan los huecos de todo el retablo el señor San José y San Juan Bautista en el lado derecho; el izquierdo le ocupan San Rafael y San Nicolás de Tolentino, y es altar privilegiado. Ocupan el cuerpo de la iglesia y naves muchos altares, y uno de ellos tiene una preciosa reliquia, que es la imagen de María Santísima con su precioso Hijo muerto en los brazos, que los ingleses cuando entraron en Cádiz, el año de 1596, arrojándola en el fuego, no quiso arder; luego la quebraron por medio y, volviéndola a arrojar en el fuego; tampoco quiso arder, arguyendo tan execrable maldad con tan prodigioso milagro. Asisten a la cura y servicio de los pobres enfermos veinticuatro religiosos, y uno de ellos sacerdote, que es el que administra los santos sacramentos. Ha tenido este hospital y convento hijos insignes en virtudes y santidad, y aunque su fundador [Pedro Pecador] profesó y está enterrado en el de Granada, todas las apuntaciones y manuscritos ponen su vida en este mismo lugar y orden de los hijos del hospital de Sevilla.

El fundador del hospital de las Tablas, en cuanto puso la última piedra o la última tabla, se fue al monte, que es a donde le tiraba su espíritu de cabra. En su particular “desierto” rondeño “halló a sus hijos y compañeros muy aprovechados en la oración y en las virtudes, de que recibió muy especial consuelo”

El Dios de las Alturas recompensaba con gran generosidad de vez en cuando las demostraciones de pleitesía que le rendían aquellos Sus bienamados hijos:

Un día se le ofreció al varón santo subir a la cumbre de la sierra (que es muy alta) con el hermano Juan de Garibay, a buscar madera para trabajar en sus obras de manos. Cortaron la que hubieron menester, y al bajar a sus cuevas venían fatigados y con necesidad de comer. Hizo reparo el compañero de que no lo había, y dijo al varón santo: «Hermano, trabajados estamos y con necesidad, pero sepa que no hay cosa alguna en la cueva para comer». Díjole el varón santo: «Dios proveerá». Así fue, que al entrar en la cueva vieron un panecillo muy blanco y una aceitera llena de aceite, y vuelto al compañero, le dijo: «¿ Ve, hermano Juan de Garibay, cómo el Señor piadosísimo no se olvida de sus siervos?» Hincáronse de rodillas, y con mucho rendimiento dieron gracias a Su Majestad por tan grande beneficio.

Y así fueron pasando los años. Cuando se vino a dar cuenta, Pedro Pecador había pasado 52 en la sierra, lo que supone que ya debía de frisar en los setenta. Desde luego, no se puede decir que hubiese desaprovechado el tiempo, pues periódicamente bajaba de los riscos y levantaba algún que otro nuevo hospital. Seguimos la narración de fray Juan Santos:

En Málaga hizo milagrosas conversiones de mujeres y hombres perdidos; fundó un hospital para que se curasen enfermos pobres, y dejó por hermano mayor para su gobierno al venerable Juan de Garibay, y luego pasó a Antequera a fundar otro hospital, y dejó por hermano mayor para que le gobernase al gran siervo de Dios Antonio de Luna. Después de estas fundaciones hizo otra en Arcos de la Frontera, y dejó al hermano Fernando de Ugarte para que la gobernase. Antes de todas estas fundaciones había hecho la del hospital de Ronda, adonde acudían por semanas a servir a los pobres los hermanos mismos del desierto.

Una vez fundados los hospitales de Sevilla, Málaga, Arcos y Antequera los ermitaños de la sierra de Ronda consideraron que también deberían favorecer a dicha ciudad. Por eso, Pedro Pecador

mandó al gran siervo de Dios Pedro de Ugarte que bajase a Ronda y dispusiese la fundación de otro hospital semejante al de Sevilla, ya los demás que habían fundado para el remedio y cura de los enfermos pobres. Bajó y dispuso el sitio, y comenzó la fábrica; la prosiguió con fausto tan feliz, que con las gruesas limosnas que le daban la acabó en poco tiempo, y puso por nombre Nuestra Señora del Socorro. Dispuestas las salas y las camas, se poblaron de pobres, y puso orden y gobierno así para su cura como para su sustento y regalo; y aunque es verdad que los servía y asistía con singular cuidado y amor, el que tenía a la soledad le obligó a pedir a su maestro que se sirviese el hospital a semanas por los demás hermanos y compañeros, para que todos ejercitasen la caridad en Ronda y gozasen de la soledad del desierto. Así se ejecutó, y así gozaban todos del mérito de servir a los pobres, volviéndose luego a la soledad a hacer nuevos méritos con la oración y la mortificación.

Como se ve, Pedro Pecador fundaba o inspiraba la fundación de hospitales, pero no se quedaba en ellos para dirigirlos, sino que los encomendaba a sus discípulos. ¡La cabra siempre traba al monte! En el de Málaga dejó a Juan de Garibay; en el de Arcos de la Frontera (Santo Cristo de la Veracruz), a Fernando e Ugarte, y en el de Utrera (Corpus Christi) a Pedro Pecador El Chico. El de Antequera lo regentó Antonio de Luna:

Ofrecióse en este tiempo la fundación del hospital de Antequera; llevóle consigo su maestro [a Antonio de Luna]; hízose la fundación; y dejándole por hermano mayor, se volvió a Granada. [De Luna] Asistió en el hospital con esta ocupación algunos años con maravilloso ejemplo de la ciudad y sus compañeros hijos suyos, a quienes había dado el hábito. Llegóse el tiempo de pagar el feudo de mortal; enfermó gravemente; recibió los santos sacramentos con mucha ternura y lágrimas, y con sentimiento y dolor grande de la ciudad y los que le asistían. Entregó en manos de su Criador el alma a los ochenta y tres años de su edad, en el de 1585.

De eremita a fraile

Pero pensó que aún podía hacer “otro servicio más agradable al Señor, que fue el morir debajo de obediencia y rendir su voluntad a un prelado que le mandase y a quien obedeciese”. Puestos a sujetarse a una regla, y dados sus antecedentes curriculares, consideró que la que más le cuadraba era la de los seguidores de Juan de Dios (izqda), beato (desde 1630) y santo (desde 1690) que había fundado un hospital en Granada no hacía mucho. (Sus discípulos instituyeron en 1572 la Orden Hospitalaria que actualmente lleva su nombre.)

Decidida la obediencia que quería seguir, quiso hacer proselitismo entre sus compañeros ermitaños de la sierra, según nos cuenta el fraile hospitalario e historiador de su Orden Juan Santos:

Tenía ya como sesenta años cuando con este nuevo espíritu se fue a Granada, a nuestro hospital y convento, y pidió el hábito con extraño rendimiento y humildad. Diosele aquel varón en todo grande fray Rodrigo de Sigüenza, y comenzó de nuevo en la Religión a ser novicio, ocupándose en todo aquello que les toca a los hermanos de la aprobación, que son los novicios. Profesó en manos del santo arzobispo don Pedro Guerrero, y luego trató de volver al desierto a traer al hermano Juan de Garibay y a Antonio de Luna para que recibiesen el hábito y profesasen, como lo hicieron. Profesos ya estos siervos de Dios en nuestra sagrada Religión, sacando licencia de sus prelados, se volvió con ellos al desierto, y llevó facultad del arzobispo y hermano mayor del hospital para dar el hábito y profesar a los demás hijos y compañeros que en el desierto habían quedado, lo cual hizo con singular consuelo de todos.

En las calles de Granada catequizaba a todo el que podía (más de uno tendría que soportarlo como verdadera cruz enviada por el Cielo):

Ocupose en pedir demanda por las calles, y para ello llevaba un Niño Jesús en la mano; los viernes llevaba un santísimo Señor crucificado, para sacar algún fruto por los méritos de su pasión, y lo conseguía, porque en viendo algún concurso de gente, les hacía unas breves pláticas con tanto espíritu y fervor, que fueron innumerables almas las que por ellas se convirtieron. Tenía gran dolor de ver que muchos hombres, como peones, oficiales y labradores, no sabían la doctrina cristiana; porque como esta pobre gente viven con miseria y con desdicha, más cuidan de buscar de comer que de la educación de sus hijos, como si esta tan precisa obligación les fuese de embarazo para aquélla, con que van creciendo en edad y se hallan hombres hechos y sin saber muchos las oraciones, de que necesitan precisamente para salvarse. Tienen luego vergüenza de aprenderlas, y muchos por esta desdicha se condenan, que es horror y dolor, siendo cristianos, viviendo con cristianos y muriendo entre cristianos. Con esta máxima, y con gran sentimiento de esto, todas las mañanas se iba a donde se juntan para conducirse al trabajo estas gentes, y se ponía de rodillas sobre una mesa y decía todas las oraciones, para que con el curso de oírlas las aprendiesen, y luego, en acabándolas, les decía que sin saberlas ninguno podía salvarse aunque fuese cristiano, que tuviesen cuidado de irlas aprendiendo, porque no les importaba menos que la salvación; con que los animaba y exhortaba juntamente a aprenderlas, y sacó de esta santa piedad milagrosos aprovechamientos.


3. El bailón

Pedro Pecador fue pasando sus últimos días en el convento de los hospitalarios de Granada con “algunas quiebras de salud, que arrimadas a la vejez, no le servían de poca mortificación”. Ya tenía cerca de 80 años cuando su superior le pidió que viajase a Madrid a tratar un

negocio de mucha consecuencia cuya conclusión dependía de sacar despachos del rey y su Real Consejo; y como el varón santo era tan venerable y de tan buen expediente, trató el hermano mayor de que viniese a la corte a la diligencia de los despachos. No estaba bien convalecido de su poca salud, y para que tuviera algún alivio en el viaje, le dieron un jumentillo para que no le hiciese a pie. Obedeció en recibirle, pero no en montarle, porque, aunque con mucho trabajo, todo el camino vino a pie.

Una vez en la Corte se hospedó en el hospital que años atrás había fundado Antón Martín (el famoso compañero de San Juan de Dios, a la izquierda pintado por Fray Juan A. Rizzi ) “y comenzó a entablar el negocio que traía con mucha diligencia y eficacia”.

El tiempo que en esto gastó no le sirvió al hospital ni de gasto ni de molestia alguna, porque es tradición de los antiguos a los modernos que no se sentó jamás en refectorio, sino que, metido en un rincón, sacaba un poco de pan (yeso harto duro) y con aquello se sustentaba. De este poco sustento y del mucho trabajo de asistir al negocio a que había venido, y no estar bien convalecido de salud, le dieron unas recias calenturas. Llevolas en pie algunos días; apretándole demasiado, y conociendo que le iban llamando para que se acercase a los umbrales de la muerte, dejó encargada la dependencia al procurador de este hospital, y se fue a Mondéjar [Guadalajara], por lo mucho que sus marqueses querían a nuestra Religión, y por lo mucho también que le querían.

Al llegar al palacio de los marqueses les dijo: «Ea, hermanos, que a acá me vengo a morir». Y efectivamente se murió (abajo contamos lo que hizo en sus últimas horas, que realmente es singular). Después, lo típico en estos casos: el cadáver, “venerable tan hermoso y tratable como si estuviera vivo”, fue expuesto varios días en una iglesia “sin corrupción alguna” y durante su traslado a Granada , a pesar de que “el camino es de más de sesenta leguas, y en todo él, siendo tiempo de calor y la distancia tan grande, no sintieron los que le acompañaban que despidiese ningún mal olor de sí, y lo más es que llegó a Granada tan fresco y tan tratable como si entonces hubiera muerto”, dice el padre Juan Santos, aunque en algo se cuela: el tiempo no podía ser muy caluroso porque Pedro Pecador murió un 27 de enero (de 1580).

Hubo hasta milagro:

y fue que, llegando a las puertas de la ciudad muy a deshora, estaba ya recogido el venerable padre fray Rodrigo de Sigüenza, hermano mayor del hospital, y entre sueños oyó un gran ruido que le despertó, y le parecía que la celda se venía abajo. Salió de ella a ver quién le ocasionaba, o si había alguno por el convento, pero lo halló todo en silencio. Al retirarse, oyó que daban muchos golpes a la puerta, y juntamente escuchó unos ecos bien inteligibles del siervo de Dios Pedro Pecador. Como había tenido noticia que se había ido a morir a Mondéjar, mandó levantar a todos los religiosos, y dándoles velas blancas encendidas, salieron y abrieron la puerta tan a tiempo, que ya llegaban a ella con el santo cadáver los que le traían. Quedaron todos igualmente asombrados, los unos de ver prevención para recibirle tan a deshora; los religiosos, de verle entero y sin corrupción alguna después de haber pasado más de quince días de su muerte; antes bien, despedía muy suave y apacible olor de sí.

El Venerable Varón murió, pues, en olor de santidad. Según el historiador Collantes de Terán, llegó a formársele expediente de beatificación, pero a fecha de hoy debe de hallarse bajo varios centímetros de polvo en los anaqueles de la Congregación para las Causas de los Santos. ¿Algún lector o lectora tiene mano cerca de Benedicto XVI para hacerle un recordatorio como quien no quiere la cosa? (De camino, a ver si nos hacen santo al también ubriqueño Beato Diego José de Cádiz, al que solo le falta un milagrito para conseguirlo, ¡con todos los que hizo!)

Pedro Pecador y el baile

La personalidad de Pedro Pecador tiene una faceta sumamente simpática que el historiador fray Sebastián de Ubrique –quizá juzgándola irreverente y poco edificante– no nos quiso transmitir. Habríamos quedado privados del conocimiento cabal de nuestro paisano si no fiera porque las fuentes originales (Francisco de Castro y Juan Santos) no tuvieron empacho en transmitirnos esta peculiaridad. Se trata de que el Sr. Pecador tenia una gran afición al baile y gustaba practicarlo antes las imágenes de Cristo y los santos, cantando y castañeteando con los dedos. Tenía que ser todo un espectáculo. (¿Tendrá que ver esto con la tradición de “bailar a San Blas” en el pueblo de Benaocaz, vecino a Ubrique?)

Así lo transmite el padre Castro:

Lo que es muy digno de venerar en la admirable vida de este varón santo es que, estando tan atenuado y trabajado de fuerzas, por las muchas y grandes penitencias del desierto, y teniendo tan larga y tan prolija edad, que pasaba de setenta y cuatro años, y que en lo débil y flaco llegaba a más de cien, siempre dormía en el suelo, y muy poco, porque todo lo más de la noche gastaba en el ejercicio santo de la oración. Cuando le rendía el sueño, se levantaba con mucha presteza, y daba saltos y brincos, diciendo (como nuestro glorioso padre San Juan de Dios): «Quien a Dios ha de servir, no le conviene dormir». Estaba tan suelto y ágil como si tuviera treinta años, y así trabajaba como si los tuviera.

[…]

Era tan devoto del Santísimo Sacramento, que adolecía de esta pasión. El día del Corpus hacía demostraciones de loco amor de este Señor sacramentado. Poníase sobre el hábito y la cabeza algún decente disfraz, y de esta manera iba delante del Señor, bailando y cantando toda la procesión, con tan gran edificación como consuelo de cuantos le miraban. Tenía más de setenta y cuatro años y no sabía bailar, pero hacía con tanta destreza los movimientos, que para unos era admiración y para otros gozo ver un hombre de tantos años tan suelto y tan ligero; los que tenían admiración, era de ver cómo bailaba sin saber; los que tenían gozo, era espiritual de ver y considerar la pureza de aquella alma santa, y era tan grande, que lloraban muchas lágrimas de devoción. Dice en cuanto a esto el que escribió en breve epítome de su vida que se iban a ver a Pedro Pecador por hartarse de llorar de devoción, y así era verdad, porque daba tantos saltos delante de Nuestro Señor, y decía tales palabras, que sin mucha dificultad hacía prorrumpir en lágrimas a cuantos le oían. Con la santísima cruz tenía también muy gran devoción. Cuando estaba en el desierto, siempre que pasaba por donde tenía la que subía sobre sus hombros a la eminencia del monte, se arrodillaba y la decía tiernos amores y palabras tan dulces, como las decía San Andrés a la cruz que le esperaba para recibirle mártir en sus brazos. Lo mismo hacía en Granada, y hacía más, que todas las fiestas de la cruz pasaba la noche toda en oración en la iglesia del hospital, y al romper del alba se levantaba, y bailaba y cantaba, diciendo con devoción santa y sencilla: «¿Quién me apartará del Crucificado? Ni el demonio, ni cuanto hay criado», y en habiendo bailado, se volvía a la oración. En las fiestas de las Pascuas y de la Virgen y santos de su devoción hacía lo mismo: saltaba y bailaba delante de sus altares, diciéndoles coplas muy devotas y santas; y esto no lo hacía sólo en el hospital, sino en todas las iglesias y a vista de toda la ciudad. Lo hacía con gracia, y con tanto embelesamiento en Dios, que solían hablarle y llamarle, y no lo sentía más que si fuera una piedra.

Incluso en la mismísima hora de su muerte seguía bailando en su cama. Leamos cómo nos lo cuenta la fuente más primitiva (la de Francisco de Castro) publicada 5 años más tarde de que fray Pecador subiera al Cielo (supuestamente):

agravándosele el mal le hicieron acostar en buena cama, y curaron dél con gran caridad de todo lo necesario, como a sus mismas personas, y él en lugar de los quexidos que otros enfermos dan, si hasta allí cantaba y decía canciones amorosas a Dios, entonces las decía con mucha más dulzura y amor, como el cisne cuando muere, que canta más dulcemente. Y como aquel que ya veía al ojo el cumplimiento de sus deseos, y que se llegaba el día en que había de ver a su amado Iesús; y recebidos los Sanctos Sacramentos con muchas lágrimas y devoción, la noche que murió quedáronse solos con él el Marqués y Marquesa, por gozar aquello poco que les quedaba de su angélica conversación y palabras sanctas. Y comenzó a cantar y bailar y dar con los dedos, como solía, un cantar sancto; y luego a decir muchas veces: “Coge desas flores, coge desas flores”; como aquel que ya veía las flores, que la Esposa dice, en los Cantares, que habían parecido en nuestra tierra, que presto le habían de dar frutos, que gozase en la bienaventuranza para siempre; y diciendo estas palabras espiró, y dio el alma a su Criador.

Un detalle final: Pedro Pecador tiene calle en Sevilla; en Ubrique, donde se dice que nació, no.

J. M. G. V.


 

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